miércoles, 17 de febrero de 2010

Mi mercado la esperanza

En el barrio donde se encuentran mis aposentos en la actualidad, tristemente no hay uno de esos mercados que adornan tantas colonias de la gran capital. Esto lo digo con pesar porque en mi mente existen gratos recuerdos de aquellas expediciones al mercado en días de vacaciones veraniegas para visitar el puesto de periódicos y adquirir mis sobres de estampas del álbum de Los Súper Campeones (las cuales ni siquiera eran auto adheribles, como las de Panini). Ahora sólo visito a aquel periodiquero los sábados que acudo a casa de mi abuela y el Récord se hace necesario para combatir el aburrimiento.Qué bueno que todo mercado tiene un expendio de medios impresos a pocos pasos del mismo, hubiera odiado tener que ir a Sanborns a comprar mis estampas de Oliver Atom.
Es hasta ahora que soy adulto que percibo una distribución especial dentro del mercado. Ese lay-out imitación Wal-Mart imposibilita la mezcla de olores al más puro estilo supercenter. En un costado se pueden observar los abarrotes y aquellos perecederos que vienen empacados, algo así como los alimentos producto de la globalización. Del otro lado del mar de las frutas y verduras, se encuentran la ferretería, la papelería y la plomería. Tal parece que tofo fue fríamente calculado para que en ese andarivel estuviese todo aquello que terminase con “ría”.
Mi mercado fue tan listo, que incluso separó los puestos de comida de los que no lo son. Así, podemos encontrar en un anexo al relojero, al zapatero y hasta a la gorda que irónicamente vende artículos para evitar el sobrepeso.
Si regresamos al salón principal, existen dos extremos por describir: en uno de ellos se encuentran las pollerías y las carnicerías, donde los primeros clientes son los perros hambrientos que intentan conseguir sus viandas del día mientras le hacen fiestas al dueño del cuchillo o las tijeras (las cuales están más oxidadas que las puerta del Estadio Azteca).
Geográficamente opuestos a dichos establecimientos, encontraremos a los floristas, quienes viven haciendo los arreglos para la vendimia o chismeando con el locatario que se encuentra a sus espaldas.
Sin embargo, el punto neurálgico del mercado son los puestos de frutas y verduras. Esos lugares que le dan tanto colorido al gigante de ocre y le dan vida desde que las manecillas del reloj marcan las ocho horas y la puesta del sol. Parecería como si el centro del mercado sintiera la necesidad de ser el más visto, el más observado.
Cómo extraño mi mercado: ese olor a frutas combinado con lo opaco de sus suelos y contrastando con la alegría de las piñatas que cuelgan del techo y que me hacen pensar que Batman y Supermán sí pueden volar.